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viernes, 13 de abril de 2012

Patrimonio merideño en declive.

Vía: @grjoseluis
Por: ROLDÁN ESTEVA-GRILLET
Fuente:  El Nacional 


Plaza Bolívar de Mérida

Como historiador y crítico de arte, formado inicialmente en la Universidad de los Andes, no he podido sino lamentar la situación vergonzosa en que se encuentran numerosos monumentos públicos, así como preguntarme qué se hicieron otros que antes distinguían algunos sectores muy concurridos de la ciudad andina. Mérida, durante el siglo XX, tuvo el privilegio único de la provincia de contar con dos estatuarios muy activos en épocas sucesivas. El primero, de origen colombiano, Marcos León Mariño, que además de escultor fue pintor y fotógrafo, y cuya obra ha sido reseñada y estudiada por Irlanda Chalbaud Zerpa. A partir de la segunda mitad del siglo XX, le sucede en la tarea el gaditano Manuel de la Fuente. Juntos, creo, son autores de la mayor cantidad de estatuas y bustos ubicados en una sola ciudad.

Tengo la sospecha de que Mérida es la ciudad de Venezuela con mayor densidad escultórica: parque de los escritores, de los poetas, estatuas a rectores u obispos, hasta al Papa; al ingeniero Bosetti, a Mujica Millán, ambos edificadores de importantes palacios (Arzobispal y de Gobierno, respectivamente). Pero el signo de los tiempos revolucionarios últimos es la desaparición de algunas de estas estatuas que incomodan a las nuevas autoridades. Sin duda, una de sus esculturas más queridas por la población es la correspondiente a la India Tibisay, ubicada a la entrada del Parque de los Chorros de Milla, de los años sesenta, creada por Manuel de la Fuente con una sensualidad que deja a la cartagenera India Catalina como niña de pecho. Su existencia y conservación, si bien ahora en medio del tráfico automovilístico, repara en algo la pérdida de la estatua de la Aguadora, de León Mariño, originalmente ubicada en la zona actual del Parque Glorias Patrias, y hecha en los años treinta. Esa Aguadora era llamada por el pueblo "la India", quizás porque llevaba el torso desnudo, mientras vertía el agua de su cántaro. Otras dos obras de Marcos León Mariño fueron, simplemente, víctimas del vandalismo moderno del metal en 1992: los medallones en bronce con los altorelieves de Bolívar y Humboldt, obsequio de la colonia alemana en 1930.



Vista del Casco Colonial de Mérida

De Manuel de la Fuente es la célebre Luz Caraballo, la "loca" poetizada por Andrés Eloy Blanco, en pleno páramo de Muchuchíes y parada casi obligada de muchas familias en plan de turismo. Pero habría que preguntarse, ¿qué se hizo la estatua ecuestre del fundador de Mérida, el "caballero de la capa roja" Juan Rodríguez Suárez, quien fuera muerto por las huestes de Guacaipuro y Paramaconi en las cercanías de Caracas y a quien debe la ciudad su nombre? Pues, con la excusa del bendito trolebús, el gobierno local aprovechó para desplazar el monumento de 3,4 metros de altura (más alto que el del mismo Bolívar) y hoy vegeta en un galpón en Ejido. Bueno, ni siquiera en su ciudad natal, la Mérida hispánica, un busto pudo impedir ser sustituido por un obelisco. Aquí se podrán aducir razones políticas, pero en el caso del conjunto escultórico del "Parque de la Burra", la explicación es como surrealista.

El popular "Parque de la Burra", llamado así por la ciudadanía en consideración a la gigantesca mula que acompaña a los primeros conquistadores del Pico Bolívar —junto al baqueano Domingo Peña, quien señala hacia la Sierra Nevada, y el andinista Enrique Bourgoin Paredes—, fue hasta hace algunos años lugar de encuentro festivo para las caravanas de recién graduados que alborozados recogían la ciudad al finalizar sus respectivas carreras. Pues bien, allí se instaló un taller supuestamente para la construcción del funicular que vincularía el Paseo de la Feria (como se conoció esa zona antes de ser urbanizada), con la población de San Jacinto, en las riberas del río Chama.



Básilica de Mérida

Desmantelaron el conjunto escultórico, obra de Manuel de la Fuente, y se le mandó de castigo al mismo galpón que al monumento a Rodríguez Suárez; cuando se constató que los terrenos cedían y no soportarían una estación conectada con el sistema del trolebús, quitaron todo el tinglado para dejar como recuerdo patriótico un patético descampado. Del que fuera por excelencia el mirador favorito de la población merideña hacia la Sierra Nevada, donde siempre hubo alegría, entre el verde del parque y la espontaneidad juvenil, con gente encaramada a la emblemática "burra", no queda sino un simple peladero. Destruido el parque, quedan también frustradas las esperanzas de los que necesitan acercarse a la ciudad en menos tiempo. Por ahí pasó Atila, por decir, el gobierno revolucionario con toda su ineficacia e insensibilidad.

Qué se puede esperar de la custodia de un patrimonio, si hasta la plaza de identificación de la Columna, primer monumento erigido a la memoria de Bolívar en 1842, fue víctima de los vándalos del metal, igual que el báculo del obispo Lora, fundador del seminario que daría nacimiento a la misma universidad. Se puede hasta entender que el busto del ex gobernador copeyano Germán Briceño Ferrigni, promotor de la Plaza de Toros, haya sido embadurnado con pintura azul por el clima de intolerancia instalado por el chavismo, pero que la estatuita aledaña del caballeroso y desopilante Charles Chaplin se encuentre cada día más disminuida en un contexto indigno y deteriorado, es inaguantable. Chaplin está ahí porque Mérida es la sede del Festival Nacional de Cine, y por haber convocado sucesivos encuentros internacionales sobre el tema desde fines de los sesenta. "Carlitos", como se le conoció familiarmente entre los hispanoamericanos, no merece tal desprecio y sí una más digna ubicación.



Plaza Bolívar de la ciudad de Mérida

Y ya que mencioné el clima de polarización e intolerancia, vale la pena recordar que la madrugada del 11 de noviembre de 2006, en plena campaña por la reelección chavista, unos energúmenos pasados de palos le hicieron "morder el polvo" —como gusta decir el capo mayor— al clásico busto de Cristóbal de Colón, en mármol de Carrara, obsequiado por la colonia de italianos merideños con motivo del cuatricentenario del Descubrimiento de América en 1892. Una oportuna foto digital de Alberto Garrido denunció el hecho por Internet. Nadie se hizo responsable, todos saben quiénes lo hicieron y por qué; no hay ninguna investigación, menos alguna penalización. Y lo peor, nadie sabe donde está el busto. Otro busto clásico corresponde a Francisco de Miranda, inaccesible en una especie de plazoleta esquinera, que más parece prisión por las rejas que lo protegen de los garabateadores de oficio, quienes han debido contentarse con dejar sus pezuñas marcadas en las paredes.

¿Y qué decir de la desaparición del busto del merideño universal, el escritor Mariano Picón Salas? Asumiendo el papel de estatua, a veces resultará preferible desaparecer antes que verse convertido en simple percha de tarjetas telefónicas y otros adminículos de la buhonería, como el busto de otro famoso escritor, de valor más local, don Tulio Febres Cordero (en marmolina, de Santiago Poletto), al final de su propia avenida. No hablemos entonces del Parque de Esculturas Mariano Picón Salas, a orillas del río Albarregas, convertido en dormidero y guarida de indigentes, cuyo solo recorrido da grima ante el deterioro de obras como las de Víctor Valera o Ángel Custodio Molina. En fin, nada que mueva a compasión a los nuevos patrones del poder. Podría uno consolarse con los museos, pero si en Caracas están moribundos, en Mérida son invisibles. Los tres museos con mejor patrimonio, el de Arte Colonial, creado en 1963 a partir de la colección de León Alfonso Pino, y ubicado en varias sedes, la última y actual: el antiguo Caserón de los Paredes que alguna vez fungió de palacio obispal en el siglo XIX; el Museo Arquidiocesano, creado por el obispo Antonio Ramón Silva en 1911, hoy en el ex Sagrario o Secretariado Catequístico, al lado de la catedral diseñada y construida por Manuel Mujica Millán a fines del cincuenta; y el Museo de Arte Moderno, fundado por el recordado profesor Juan Astorga Anta en 1969 y cuyo nombre ostenta, en el Centro Cultural Tulio Febres Cordero; todos parecen lo que son, vale decir, instituciones muertas, sin vida, sin público ni animación. Entrar en alguno de ellos es sentir la frialdad del cementerio por el abandono de cualquier iniciativa que invite al paseante interesado en la cultura, o por la eventual exhibición de arte de aficionados. Y no detallo las particularidades de cada uno de ellos, que conozco bien desde hace años, para no alargar esta letanía de quejas. Basta decir que la preferencia de los turistas va hacia los parques temáticos, de gestión y propiedad privada, con toda razón.

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